jueves, 30 de diciembre de 2010

Gélido agosto.


Vergilius se había cansado de hablarle a oídos que no le escuchaban. Sus palabras eran demasiado complejas para aquel puñado de sucios sacos de huesos, llenos en lo material, vacíos en lo espiritual. "Aquéllos que vean la mínima luz en lo que sale de mis labios, aquéllos que comprendan la esencia de mis palabras sin mofarse de ellas y, por tanto de mí; oh,sí, aquéllos merecerán mi compañía, pero aún más yo seré merecedor de la suya".
Vergilius, el mismo joven que había renunciado a la propia humanidad, la cual consideraba totalmente sustituíble por la más pura soledad, sentía que todavía no había abdicado completamente a ella. En tal caso, ¿por qué sentía si no ansias por dar con su compañero, humano y racional, pensador y sentimental, con el simple fin de compartir con él sus interminables blasfemias (o así lo llama el resto), y, asimismo, escuchar las suyas?
Vergilius sabía que el simple hecho de considerar la opción del compañero podría además plantear en él la posibilidad de que estuviera buscando algún apoyo, mas Vergilius prefería referirse a este fenómeno como "pureza incompleta".

Lo cierto es que su demasiado joven espíritu le permitía que aún no fuera completa.

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